Hace unos días reorganicé mi cocina y puse el microndas sobre la nevera para abrir más espacio en el mesón. No soy muy alta, así que tengo que empinarme para poner la taza en el horno cuando quiero calentar algo. Curiosamente, siempre que caliento algo, la bandeja del horno gira y la taza queda en el fondo del horno. Tengo que subirme en un banquito para poder sacar la taza caliente. Nunca había notado que la taza queda en el fondo del horno, hasta que ese hecho me afectó.
Recordé cuando fuí conciente de la existencia de la discriminación racial, sólo la noté cuando fuí victima de ella, y aún ahora ese hecho me averguenza un poco. Durante un semestre viví en Ypsilanti, Michigan, como estudiante de intercambio. Es más o menos a 10 minutos de Ann Arbor, donde se encuentra la renombrada Universidad de Michigan. Pero yo estaba en Easter Michigan University, una universidad bastante menos "internacional", por decir lo menos. Era invierno, en 1997.
La población de raza negra era numerosa en esta universidad, que está muy cerca de Detroit y no es muy costosa. Para mi todo era una novedad, así que realmente me tomó como dos semanas notar que había una cafetería para blancos y una para negros. No había un aviso, ni nada que realmente impidiera a unos y otros entrar a una u otra cafetería. Simplemente, no lo hacían.
Yo soy más bien blanquita, de ojos verdes. Para los gringos, no era evidente que era latina. Ellos esperan latinos morenos, de ojos negros y rasgos indigenas. Así que cuando iba a la cafetería de comidas rápidas (la de negros), no faltaba el que me empujaba y me sacaba de la fila. Decidí entonces intentar ir a la cafetería de blancos (más parecida a las cafeterias de colegio de las películas). Pero, al pasar con mi bandeja y decirle al que servía que quería tal o cual cosa, pues mi acento se hacía evidente, y notaban que era latina. El trato no era muy bueno que digamos, y con frecuencia terminé comiendo lo que no quería porque al fulano no le daba la gana esforzarse por comunicarse conmigo y me servía lo que a él le daba la gana. Vale la pena anotar que los empleados, en ambas cafeterías eran estudiantes de la Universidad.
Si así eran las cafeterías, se podrán imaginar las clases, ir a comprar un libro en la librería o andar en bus. Yo era la minoría discriminada en cualquier parte en que estuviera.
¿Conclusión? Aprendí a comer a horas raras, para poder ir a la cafetería de "negros" cuando no había gente. Madrugaba para desayunar, almorzaba muy tarde, comía en el dormitorio. Y así sobreviví 6 meses de tensión racial que jamás pensé que viviría. No me quedé con las ganas de hablar, porque me conseguí una columna de opinión en el periódico de la Universidad desde la que podía echarles la madre semanalmente. Pero, esa experiencia me hizo conciente de muchas cosas, y hoy, nuevamente la recuerdo.
Hay tantas cosas que se me escapan, simplemente porque no soy el débil o el que pierde en el lado de la historia. Facilmente ignora uno la discriminación y la injusticia, cuando vive en la parte de Bogotá que parece parte de otro país.
Recordé cuando fuí conciente de la existencia de la discriminación racial, sólo la noté cuando fuí victima de ella, y aún ahora ese hecho me averguenza un poco. Durante un semestre viví en Ypsilanti, Michigan, como estudiante de intercambio. Es más o menos a 10 minutos de Ann Arbor, donde se encuentra la renombrada Universidad de Michigan. Pero yo estaba en Easter Michigan University, una universidad bastante menos "internacional", por decir lo menos. Era invierno, en 1997.
La población de raza negra era numerosa en esta universidad, que está muy cerca de Detroit y no es muy costosa. Para mi todo era una novedad, así que realmente me tomó como dos semanas notar que había una cafetería para blancos y una para negros. No había un aviso, ni nada que realmente impidiera a unos y otros entrar a una u otra cafetería. Simplemente, no lo hacían.
Yo soy más bien blanquita, de ojos verdes. Para los gringos, no era evidente que era latina. Ellos esperan latinos morenos, de ojos negros y rasgos indigenas. Así que cuando iba a la cafetería de comidas rápidas (la de negros), no faltaba el que me empujaba y me sacaba de la fila. Decidí entonces intentar ir a la cafetería de blancos (más parecida a las cafeterias de colegio de las películas). Pero, al pasar con mi bandeja y decirle al que servía que quería tal o cual cosa, pues mi acento se hacía evidente, y notaban que era latina. El trato no era muy bueno que digamos, y con frecuencia terminé comiendo lo que no quería porque al fulano no le daba la gana esforzarse por comunicarse conmigo y me servía lo que a él le daba la gana. Vale la pena anotar que los empleados, en ambas cafeterías eran estudiantes de la Universidad.
Si así eran las cafeterías, se podrán imaginar las clases, ir a comprar un libro en la librería o andar en bus. Yo era la minoría discriminada en cualquier parte en que estuviera.
¿Conclusión? Aprendí a comer a horas raras, para poder ir a la cafetería de "negros" cuando no había gente. Madrugaba para desayunar, almorzaba muy tarde, comía en el dormitorio. Y así sobreviví 6 meses de tensión racial que jamás pensé que viviría. No me quedé con las ganas de hablar, porque me conseguí una columna de opinión en el periódico de la Universidad desde la que podía echarles la madre semanalmente. Pero, esa experiencia me hizo conciente de muchas cosas, y hoy, nuevamente la recuerdo.
Hay tantas cosas que se me escapan, simplemente porque no soy el débil o el que pierde en el lado de la historia. Facilmente ignora uno la discriminación y la injusticia, cuando vive en la parte de Bogotá que parece parte de otro país.
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